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TEXTOS |
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SERGIO PITOL.
JUAN SORIANO.
EL VIAJE Y SUS TREGUAS.
1 EN GUADALAJARA.
2 EN LA CIUDAD DE MÉXICO.
3 ENTRE ROMA Y MÉXICO.
4 ENTRE MÉXICO Y PARIS.
2 EN LA CIUDAD DE MÉXICO.
Guando alguien ha recorrido un tramo largo de vida y dirige su mirada
hacia el pasado, le resulta impresionante la enorme importancia que
en ella ha jugado el azar. Es posible, dicen algunos, que el conjunto
de hechos nacidos por azar estuviesen ya predestinados, y que en el
libro de la vida todo lo que parece ocasional estuviese ya trazado.
No haber asistido cierto día a una cita que parecía
importante, por ejemplo, determinó una cadena de circunstancias
que cambiaron de modo notable la existencia. Es posible que sin la
extravagancia impetuosa de Martha, su hermana, y el trabajo en la
tienda y taller de antigüedades de Jesús Reyes Ferreira,
las facultades de aquel no que transformaba con las manos la arcilla
y la cera se hubiesen reducido a una simple habilidad manual infantil,
un juego intrascendente, una llama de fervor que se consume en si
misma, como sucede con millares de niños prodigios que terminan
en trabajos anodinos, sin gracia, sin establecer jamás comunicación
con el arte o la ciencia. La energía enloquecida de su hermana,
su arribismo, su salón literario', pusieron en
contacto al adolescente con algunos jaliscienses que viajaban, leían,
oían música, conocían lenguas extranjeras, introducían
palabras en francés y en inglés en medio de la conversación
mas intrascendente, y se deleitaban en su superioridad y rango social;
personajes excéntricos, uno de cuyos atributos, el fundamental,
el del perfecto snob, era estar permanentemente de regreso de todas
las cosas, para lo que era necesario informarse sobre lo que se decía,
escribía o pintaba en la capital, pero sobre todo en Nueva
York, en Paris,. Londres o Roma. Su trato con Reyes Ferreira fue más
propicio a un camino de perfección que el de aquella fauna
florida y parlanchina más cercana al coñac y al tequila
que a cualquier disciplina. Chucho lo familiarizo con sus propios
conocimientos artísticos, que eran amplios, lo acercó
a los libros, a la historia y, sobre todo, al barroco mexicano y al
arte popular, sus plazas fuertes.
Un día, por azar, entraron al Museo de Guadalajara la fotógrafa
Lola Álvarez Bravo y los pintores Maria lzquierdo y José
Chávez Morado, jóvenes que se movían ya con cierta
soltura en el medio artístico mexicano, y por casualidad pasaron
a la sala que ocupaba la exposición de Caracalla y sus discípulos.
Lo hicieron, por fortuna, en el momento en que Juan estaba presente.
De lo que vieron, lo único que les intereso fueron los cuadros
de aquel nov, cuyos retratos tenían una extraña conexión
con el expresionismo alemán. Conversaron con él y lo
alentaron a viajar a la capital para continuar estudios y seguir pintando.
Un año más tarde, el adolescente tapatío llegó
a la gran ciudad, perdido, asombrado, inspirado, ríspido, acongojado,
como ese personaje balzaciano, recreado luego por todos los novelistas
del siglo XIX, el joven llegado de provincias, que aparece de pronto
en la gran capital con la intención de comerse el mundo, de
forjarse una educación sentimental, de triunfar en todos los
terrenos. En la mayoría de esas novelas las circunstancias
rebasan la capacidad de comprensión y resistencia del joven
e inocente forastero. Las durezas del medio lo debilitan, lo derrotan
y hacen de él un paria anónimo, o, por otra parte, la
suerte le sonríe, ingresa en la administración, en los
negocios, en el periodismo, y esa aparente ventura derrota al artista,
lo aleja de su ser esencial, lo transforma y lo vence de la manera
opuesta a la del otro. Años después de su ingreso a
la gran urbe, ha olvidado el propósito inicial. La concatenación
de una serie infinita de azares lo ha transformado, a tal grado que
si alguien comenta sus momentos iniciales el sonríe entre avergonzado
y sentimental y cuenta anécdotas sobre las veleidades de una
juventud incierta, la suya. No recuerda con desagrado esos tiempos
de bohemia, dice, pero la realidad es siempre la realidad, y sus intereses,
su puesto, su familia, sus compromisos no le permiten detenerse en
aquellas fantasías. Y de repente, malhumorado, cambia de tema.
Juan Soriano habla de su vulnerabilidad juvenil, de su desorientación,
de su ignorancia, de las trampas que su delicado sistema nervioso
le tendía. Es probable que haya sido así, pero no recuerda
ya, o tal vez ni siquiera lo percibió en su momento, que en
el interior de ese trémulo adolescente existía una estructura
de acero que en muy poco tiempo le permitió ser una de las
presencias mas interesantes del arte en México. Casualidad
y causalidad se convierten entonces en una misma instancia. Aquel
joven logro acercarse al azar, retarlo, manejarlo, para forjar una
figura mitológica, la de Juan Soriano.
Pocos anos después de llegar a la capital se incorporo al mundo
de la cultura, en especial al de las artes plásticas y la literatura,
que en aquella época estaban plenamente integrados. Octavio
Paz fue el amigo más admirado en su juventud y durante toda
la vida. Fue también su maestro esencial. A lo largo de esa
amistad, Paz escribió textos espléndidos sobre su pintura,
el primero, de 1941, es un retrato, un homenaje y un poema. Dice el
primer párrafo:
Cuerpo ligero, de huesos frágiles como los de los esqueletos
de juguetería, levemente encorvado no se sabe si por los presentimientos
o las experiencias; manos largas, huesudas, sin elocuencia, de títere;
hombros angostos que aún recuerdan las alas de petate del ángel
o las membranas de murciélago; delgado pescuezo de volátil,
resguardado por el cuello almidonado y estirado de la camisa; y el
rostro: pájaro, potro huérfano, extraviado. Viste de
mayor, niño vestido de hombre. 0 pájaro disfrazado de
humano. 0 potro que fuera pájaro y niño y viejo al mismo
tiempo. 0, al fin, simplemente, niño permanente, sin años,
amargo, cínico, ingenuo, malicioso, endurecido, desamparado.
No tardó en moverse como pez en el agua. A Paz lo conoció
al final de los treinta, a su regreso de la guerra civil española.
Trataba entonces a un grupo de escritores formado por Xavier Villaurrutia,
Carlos Pellicer, Octavio Barreda y Agustín Lazo, quien estaba
a caballo entre la literatura y la pintura. Fue amigo de las mujeres
más notables de su tiempo: Lupe Marín, Maria Asúnsolo,
Lola Álvarez Bravo, Elena Garro, Olga Costa, Lya Kostakovski,
Carmen Barreda. Su prestigio lo cimentó en parte por los magníficos
retratos de esas damas. Otro de sus círculos fue el de los
exiliados llegados a México a la caída de la república
española: Diego de Mesa y su familia, Maria Zambrano, Emilio
Prados, José Moreno Villa, Margarita Nelken, Ramón Gaya,
Gil Albert. Su capacidad de dialogar ha sido siempre asombrosa.
Su pintura se enriqueció rápidamente. Forjo un estilo
y lo fue afinando; descubrió nuevos espacios y midió
en ellos sus capacidades. Si en sus primeros retratos, los de Guadalajara
y los pintados a su llegada a México, había llegado
a la forma por intuición, en una segunda fase la intuición
no desapareció, pero supo apuntalarse en un mejor conocimiento
del arte y de sus procedimientos.
Aprendió que las grandes obras lo son cuando sus autores se
han enfrentado a los grandes problemas de la forma. Al abrirse a un
espacio mas amplio que incorporo a la naturaleza, las naturalezas
muertas, la recreación de ciertos mitos, o a toda clase de
escenarios a donde le llevaba su curiosidad, supo que lo importante
no era el tema, ni los personajes, sino la manera en que se resuelve
formalmente la obra, y que los errores tienden a generarse cuando
una obra de arte se estudia a partir de su tema y no de sus valores
estilísticos intrínsecos. Desde su llegada a México
hasta el inicio de los años cincuenta, es decir hasta su viaje
a Roma, produjo cuadros muy bellos, intensos, de espléndida
factura. Algunos se cuentan entre los mejores de su obra. Las niñas
muertas, desde la mas patética, la de 1938, parecida a una
figura de cera oscura, con algodones en las fosas nasales, con un
fondo de manos que detrás del cuerpo yacente sugieren señales
esotéricas, hasta las otras niñas, también muertas,
pero envueltas en blanquísimas sabanas, en velos delicados
y en lujosos arreglos floridos donde juegan cándidamente los
ángeles, o los retratos que abundan en ese periodo, el de Isabela
Corona de 1939, el de Xavier Villaurrutia de 1940, los dos de Maria
Asúnsolo, uno de 1941 y otro de 1949, una negra de Alvarado,
una figura espléndida de 1943 y .dos retratos de antología,
para mí los mas bellos de esa época, el de Lola Álvarez
Bravo y el de Lupe Marín, ambos de 1945, y el de Diego de Mesa
con un perro, de 1948. Esos cuadros, y otros que tienen un fino toque
escénico, como La novia vendida y Recreo de arcángeles,
ambos de 1943, La mascarada, de 1945, El rapto de Europa, de 1947,
y las varias apariciones de niñas con juguetes, con flores
y frutas, con un polio, lo convirtieron en uno de los pintores prestigiados
del país.
No logro esa posición porque sus retratos fueran magníficos
estudios de carácter, o porque sus hermosas escenas recreen
atmósferas típicamente urbanas o exóticamente
tropicales. Todo eso es cierto, claro, pero el alto nivel artístico
resulto de otras circunstancias. Soriano sabe que un cuadro como el
de esa niña inocente a quien la muerte arrebato prematuramente,
o una joven de naturaleza fuerte en Alvarado, o una coreografía
de arcángeles barrocos, o un conjunto de damas angustiadas
y hermosas y hombres que emanan inteligencia y carácter, todo
eso, a fin de cuentas, no es sino un pretexto, una ocasión
de recrear la realidad, la suya, la que ve su ojo de pintor, una fuente
de energía para alcanzar significación artística.
Debemos recordar que un cuadro antes de ser un caballo o una
mujer desnuda es esencialmente una superficie recubierta de colores
dispuestos en un orden adecuado, dice Maurice Denis.
Marangoni, en su obra Saber ver nos ofrece un ejemplo extremo de la
subordinación del tema a las necesidades de composición
de un artista:
Como es sabido, el Veronese en su gran tela La cena en. casa de Leui,
por haber pintado al lado de la cabeza de Cristo la de un moro fue
acusado al Tribunal de la Inquisición por haber ofendido a
la Religión, y él se excuse diciendo con la mayor sinceridad
que había tenido necesidad de una mancha oscura -la cabeza
del moro- al lado de una clara -la cabeza de Cristo- para entonar
el cuadro.
En los primeros cuadros que pinto al llegar a la capital, Soriano
resalta una crispación de línea y color. Los contornos
de sus retratos son excesivamente hieráticos, como si fueran
grabados en metal. Trata de cerrar los limites de cada rasgo, tanto
en las personas como en las flores de sus naturalezas muertas. Xavier
Villaurrutia comentaba que Soriano no pintaba sus retratos sino que
los esculpía. Con el tiempo fue renunciando a esos efectos.
Su pintura comenzó a apaciguarse, a cobrar ligereza, luminosidad
y, sobre todo, movimiento. Al mismo tiempo que sus formas se descongelaban
su composición se volvía mas y mas compleja. Cada pincelada
tenía que componer, cada detalle debía ser absolutamente
necesario al conjunto.
Pongamos como ejemplo la estructura formidable de La negra de Alvarado,
el retrato de una muchacha sencilla del trópico. La figura
es contundente, y su perfección depende de la composición,
de la distribución del color, del lugar que el cuerpo ocupa
en la tela y de una luz que parece emanar del propio cuerpo de la
joven. Es una obra de intensa laboriosidad, pero a primera vista nada
de eso se percibe, porque el pintor ha sabido ocultar todas las costuras.
Cada centímetro de esa pintura es obra de la composición,
de contrastes de luz y de sombra, de la armonía entre las manchas
de color, y también de un juego audaz entre tonos fuertes y
apagados.
Un año después, en 1945, pinta los retratos de dos de
sus diosas tutelares, Lola Álvarez Bravo y Lupe Marín,
y después el de María Asúnsolo. Los tres muestran
la plenitud de sus facultades. La organización estructural
de cada uno es notable. Hay que recordar que es muy joven, tiene apenas
veinticinco anos cuando pinta a las dos primeras amigas y veintiocho
cuando termina el retrato doble de Maria Asúnsolo, donde una
hermosa mujer y también una niña que son la misma María
aparecen envueltas en delicadas tonalidades de grises y rosas. En
esos retratos se descubre la facilidad con que el pintor puede transitar
de la antigüedad clásica a la modernidad. Hay un dejo
renacentista en esas tres obras perfectas que él logra armonizar
con su propio tiempo.
Cuando en 1952 Juan Soriano viaja a Roma, tiene apenas treinta y dos
años y es ya uno de los pintores mas prestigiados del país.
Lo que no sabe aun es que esta a punto de dar el mas grande salto
de su vida.
3 ENTRE ROMA Y MÉXICO.
Soriano llega a Roma en 1952. Su encuentro con la antigüedad
fue soberbio. Tenía treinta y dos años y una obra madura
a sus espaldas. El contacto con el arte renacentista lo condujo a
estilos anteriores, al preclásico, en particular al micénico,
y al cretense. El contacto con Grecia fue muy intense, casi febril.
En Creta volvió a descubrir el mundo y a sentirse en condiciones
de comérselo. Aquellas formas arcaicas, periclitadas muchos
siglos atrás, le produjeron una sensación de libertad
que jamás había experimentado:
En aquellos primeros descubrimientos -dice- capté la idea de
ese mundo que se me revelo como nuevo y decidí plasmarlo con
mucha libertad, tanto en la forma como en los colores. Tal vez por
eso llegué luego a lo abstracto, puesto que la abstracción
esta siempre a un paso del misticismo de la forma, la forma en si,
la forma libre que sugiere la transformación de una montaña
en un caballo, del caballo en árbol, del árbol en rehilete.
Puede ser por un abandono al placer del dibujo; uno es omnipotente
cuando dibuja, porque de una línea puede surgir un ojo, una
zorra, el sol, un abismo. Todo entonces se vuelve germinal.
En ese año pinta dos autorretratos impresionantes, que difieren
significativamente de su pintura anterior. Son imágenes severas
de si mismo, desprovistas de los atributos emocionales y afectivos
que tenían sus anteriores autorretratos. Estos, los de Roma,
se ciñen a lo mas estricto y esencial de la persona, sobre
todo a la estructura o sea del rostro. El primero nos muestra a un
hombre atónito, un sonámbulo, un solitario anclado ante
el umbral de una tierra de nadie, un ser espectral que ha abandonado
su clan para errar por tierras ignotas, en busca de un mundo-otro.
Los colores del forastero son grises, verdosos, levemente violáceos,
desteñidos y luidos para corresponder a su figura. En el segundo,
Soriano se autorretrata en el acto de pintar un viejo árbol
nudoso con una rama frondosa. No esta ante un caballete pintando al
árbol, ni la escena se refleja en ningún espejo, como
es habitual. En el cuadro, el pintor, un Soriano severo y concentrado,
y el árbol supuestamente pintado por él, son puramente
sujetos de la trama, el acto de pintar es una situación imaginaria.
El tono espectral ha desaparecido, el verde aparece en los ojos y
la camiseta del pintor y, sobre todo, en el follaje que recubre la
rama, la misma que le aproxima un fruto de indudable carácter
fálico. Uno piensa en la sexualidad, pero en la sexualidad
de un asceta. Parecería que esos cuadros son el adiós
al mundo que el artista acaba de dejar y el inicio de otro que esta
por descubrir.
Se presiente en el aire un tiempo de prodigios. Un viaje a Creta acelero
su transformación interior y le abrió las puertas a
otro espacio: el de la libertad. En efecto, entre 1954 y 1956 produjo
cuadros radiantes, de colores muy vivos, cuadros libérrimos,
solares, intensos y a la vez regocijantes. De las grandes obras del
periodo sobresalen La madre y La vuelta a Francia, de 1954, varias
versiones cromáticas de un Apolo y las musas, de 1954 y 55,
Retrato de una filosofa, un par de maravillosas calaveras de colores
fosforantes, que parecerían un pregón del triunfo de
la vida, y una excepcional escultura en cerámica, La ola, germen
de otra vertiente en la actividad de Soriano, todo dé 1956.
Basto que el joven maestro que había partido de su país
con una reputación excelente, dueño de una técnica
impresionantemente eficaz, se alejara de un estilo forjado durante
varios años, para que se desatara una escandalosa acometida
contra él y su nueva poética. Había cometido
una locura, un acto autodestructivo, tirado sus atributos a la cloaca,
perdido en la anarquía, decía la prensa. Se le acuso
también de antipatriota por abrazar una estética contraria
a la de la Escuela Mexicana de Pintura. La prensa de escándalo
arremetió contra él por obsceno; su prestigiada galería,
la de siempre, la de Inés Amor, se negó a exponer sus
obras romanas y el público quedo desconcertado.
Me parece que quien entendió mejor su metamorfosis fue Paul
Westheirn, el sabio teórico alemán. radicado en México.
Cuando Soriano pudo exponer al fin en una galería, Westheim
comentó: ¿Qué le había sucedido?
iUn hechizo, un encantamiento o, simplemente, una resurrección?
La resurrección del enfant terrible que le bulle por dentro
y que durante tantos años y con tanto trabajo se esforzó
por acallar y hasta por asesinar un poco, y todo por el miedo de que
no lo tomaran en serio...
En efecto, Soriano había resucitado, había encontrado
su verdadero ser y eso lo colmaba de alegría. Pintar significaba
descubrir una realidad más real que ninguna otra. Soriano ha
defendido su derecho a creer que la realidad sea la madre de todo
aquello que tenga valor en la vida. El sueño es realidad, la
imaginación es realidad, lo demás son palabras. Los
cuadros pintados en Roma surgieron desde una perspectiva de inocencia.
En esa época sentí que me descubría a mi
mismo y que descubría al mundo. Los colores fundamentales
fueron entonces el amarillo y en menor medida el azul: el sol, el
mar y el cielo. El color alcanzo su máximo brillo, y permitió
que sus cuadros fueran ferozmente permeados por la luz. Exploró
sin inhibiciones los colores y las relaciones que pueden establecer
entre si. El renovado artista logro contrastes mas efectivos e inesperados
a través de un sistema polifónico de combinaciones cromáticas,
que jamás se había atrevido a emplear en México.
Matisse, al final de su vida, comento que su camino hacia la creación
y dentro de la creación no había sido sino una
búsqueda de nuevos medios expresivos para liberarse de la imitación
de la naturaleza. La exactitud no es la verdad. No puedo copiar la
naturaleza, sino interpretarla y subordinarla al espíritu del
cuadro. Pero soy consciente de que aun apartándose de la naturaleza
un artista debe estar convencido que procede así, solo para
obtener una naturaleza más real: la realidad lo es todo.
Una pieza fundamental entre la producción romana es La madre.
Acercarse a ese cuadro produce un escalofrío, dice
José Miguel Ullán. La madre de Soriano es un fetiche,
un tótem, la fuente eterna de la vida; posee grandes atributos
y sin embargo produce miedo. Es un óleo casi enteramente amarillo
con un subfondo rojizo. Una figura esta centrada en una habitación;
sus caderas son inmensas y en ella se destacan los huesos ilíacos.
Encapsulados en las caderas, los huesos forman una segunda cara, mayor
que la auténtica; y la boca en ese rostro es a la vez el sexo
de la figura entera. Esta relacionada con las deidades arcaicas de
la Hélade que representaban a la Gran Madre Universal. Poseen
todos los poderes de la serpiente: la profecía, la fecundidad
y la fertilidad -dice Soriano-. La madre que pinte no tienen ni ligereza
ni la alegría de las diosas micénicas. A los mexicanos
todo se nos vuelve grave, tal vez sea por la herencia española
o por la azteca, doblemente tétrica, quizás por la conjunción
de ambas. Lo que le da cierta alegría a mi figura es el color
amarillo dorado; todo en ella alude a una aurora realmente luminosa.
Ese óleo que oscila entre la figuración y lo abstracto
es el preludio de la siguiente etapa del pintor.
Portento de ese periodo es también La ola, una pieza de cerámica
de carácter mas bien abstracto, como todo lo que hace en esos
años. Es una pieza con una base fuerte y que termina en movimientos
circulares, casi cifrados, como algunos fetiches esotéricos
de composición perfecta. Su fuente es prehistórica,
es el núcleo inicial de una de las vertientes actuales del
maestro: la escultura.
El paso a la abstracción dura', al lienzo que ha
abolido por completo la figura se produjo de modo natural, y, en su
caso, nació como la conclusión de un estallido de libertad
y de inmensa fe en la pintura. Su fervor por la composición
encontró en esa corriente un cauce próximo a su temperamento.
Hacia el final de los sesenta, empezó a decaer ese entusiasmo.
Comenzó a perder tensión en lo que hacia y temió
que su trabajo se transformara en mera decoración. El primer
paso de una despedida constituye uno de los momentos de apoteosis
del pintor: la exposición de imágenes de Lupe Marín,
en 1963. Lupe fue una de sus primeras amigas entrañables en
México. Su figura, su personalidad, su independencia, su mezcla
de refinamiento y ferocidad, su lenguaje, sus arrebatos de firmeza,
su arrogancia, sus contradicciones, su excepcional elegancia, su vida
entera, lo había deslumbrado. Para mí -dice Juan-,
Lupe era todo lo contrario a las niñas que yo pintaba cuando
la conocí. Siempre la vi como a una especie de Circe, era lo
arcano, era Hécate. La preparación de esa muestra
le llevó tres años, y cuando se abrió suscite
pasmo y admiración. Fue una muestra consagratoria. Pinto muchos
cuadros, algunos enormes, y centenares de dibujos, de esbozos, de
apuntes. En la ejecución de esos retratos, Soriano resumió
su pasado entero: la perfección de los retratos de anos anteriores
y la libertad descubierta en Roma. El resultado fue deslumbrante y
constituye uno de los grandes hitos de la historia plástica
mexicana.
Del día en que hizo su primer viaje al día en que inauguro
la muestra con los rostros de Lupe Marín, pasaron poco mas
de diez años. En esa década, Soriano descubrió
zonas profundas de su interior que ignoraba. Refrendo una norma que
él se había impuesto desde siempre, la de que un artista
debía ser fiel consigo mismo y no a lo que los demás
querían que fuera. Pero para ser fiel, y eso lo aprendió
en Roma, debía conocerse y también conocer su entorno,
y el universo entero si era necesario. Su itinerario en esos anos
fue impresionante por su diversidad. Liego al informalismo mas radical,
se entusiasmo con él, pero cuando lo juzgo necesario volvió
a formas conocidas. Guando en 1962, los críticos, los galerista,
sus amigos y viejos admiradores se convencieron de que Juan era excelente
en la abstracción, y que no había perdido su talento,
sino por el contrario, lo había ampliado, él abandonaba
la aventura. En la serie de Lupe Marín las formas provienen
de modo muy directo de la abstracción, pero la figura no queda
eliminada, mucho menos la de Lupe Marín, cuya imponente presencia
no hubiera permitido esa omisión. Volvió al canon, si,
pero no para enclaustrarse en él. Quien ahora marca las reglas
y las fronteras es, desde luego, el pintor.
4 ENTRE MÉXICO Y PARIS.
Lo demás ya es sabido. Soriano a sus ochenta años vive
en una actividad constante que abrumaría al mas fuerte, a él
no porque es un titán. A partir de 1976 vive entre Paris y
México. Se mueve con espléndida libertad en sus terrenos.
Cuando veo algunas de sus obras recuerdo una línea de Luis
Cardoza y Aragón: El cuadro de Soriano solo quiere ser
cuadro, por sus propios medios estrictos.' Los mejores oleos
de estos años están rodeados de un halo poético
que me hace recordar la pintura de Giorgione. Parecería que
la forma clara y precisa del dibujo, la armoniosa composición
de los espacios y la perfección del color fueran tan evidentemente
puros solo para ocultarle al crítico y al espectador con esas
virtudes un misterio. Todo parece claro porque uno de los efectos
más elegantes tanto en el arte como en la vida lo constituye
la ocultación de cualquier efecto. Matisse consideraba que
la mayor marca de perfección en un pintor es presentarle un
trozo de naturaleza absolutamente imposible y hacerle sentir al critico
mas cáustico que lo que veía era un paisaje perfectamente
normal. Si tuviera que nombrar algunas obras maestras del Soriano
último, enlistaría: Paisaje de Obersdorf, 1975, Retrato
de Marek Keller, î976, Amanecer, 1977, La visita azul, 1978,
La muerte enjaulada, 1983, El florero, 1984, La palmera, 1984, y Mirando
al mar, 1985.
Desde que conozco a Juan Soriano le he oído decir que le gustaría
volver a hacer escultura, pero que no era nada fácil. Lo ha
logrado y es la actividad en la que mas se ha interesado durante los
últimos quince años, sobre todo en la creación
de piezas monumentales. La ola, la enigmática pieza en cerámica
que hizo en Roma en 1956, de cuarenta y cinco por veinticinco centímetros,
se ha transformado en una ola de bronce de siete metros. Buena parte
de las esculturas en cerámica que presente en la Galería
de Antonio Souza, en 1959, se han convertido también en piezas
de gran tamaño. Pero no solo ha transformado a escala mayor
piezas hechas antes en formato pequeño, sino trabaja en esculturas
nuevas sobre nuevos proyectos. En este periodo de mi vida me
siento aún con interés suficiente para emprender experiencias
que no conocí en el pasado. Ya Octavio Paz celebraba
en 1954 las mutaciones del espíritu de su amigo: Ha descubierto
el viejo secreto de la metamorfosis y se ha reconquistado. |
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