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TEXTOS


JUAN SORIANO.
EL VIAJE Y SUS TREGUAS.
Sergio Pitol

1 EN GUADALAJARA.
2 EN LA CIUDAD DE MÉXICO.
3 ENTRE ROMA Y MÉXICO.
4 ENTRE MÉXICO Y PARIS.



1 EN GUADALAJARA.

Juan Soriano ha llegado victoriosamente a los ochenta años. Su biografía, su obra, su presencia en e mundo lo diferencian de los demás pintores mexicanos, los de su generación, los anteriores y también los posteriores.

Desde la más extrema infancia estableció una relación con la creación plástica , aun si entonces no tuviera conciencia de ello. Podemos imaginar a un niño con mínima escolaridad que juega con bolas de arcilla o de cera fascinado de que sus dedos las convirtieran en figuras. Descubrió entonces las posibles transformaciones de que es susceptible la materia y también los senderos que llevan a la representación. Del juego con la materia informe surgirán pescados, palomas, o algo parecido a los rostros de sus hermanas. Un eco de esa sorpresa infantil ha acompañado a su pintura, sus escenografías, su obra gráfica y sus esculturas.
A los catorce años participó en una exposición organizada por el pintor Rodríguez Caracalla, en cuyo taller había aprendido durante un año el uso de los materiales, la preparación de las telas, el manejo de la perspectiva, en donde participarían también el maestro y algunos alumnos; el adolescente Soriano demuestra no ser un mero estudiante de pintura, sino un pintor por derecho propio.

La capacidad de sorpresas y una gran seguridad, a la que él a veces llama inseguridad, han sido signos permanentes en su vida. Es seguro hasta en sus dudas. Es seguro cuando destruye u cuadro por no coincidir con el proyecto ideal que había trazado. Seguro, también, cuando siente que debe corregirse.
Aquella primera exposición en el Museo de Guadalajara marcó su destino. Es fácil advertir que no copia sumisamente la lección de los maestros del pasado, ni tampoco la de sus contemporáneos, cuyas obras pudo haber visto en sus revistas de arte o en paginas culturales de sus periódicos que encuentra en el talles de Jesús Reyes Ferreira, de quien es ayudante. Desde la primera aparición de su pintura él tiene ya una visión. No son cuadros inseguros, ni farragosos, ni vacuos. “El pintor ve aquellos que los otros solo sienten o apenas vislumbran”, escribe Benedetto Croce, y defina esa manera tan sencilla y clara el problema de ver. Aquel chamaco de trece años había ya visto o vislumbrado entre brumas lo que era la pintura, o al menos su puntura, y quizás sospechara hacia donde debía dirigirse.

Los retratos presentados en el Museo de Guadalajara no se parecen a los de Diego Rivera ni a los de los demás muralistas, tampoco a los cuadros de Tamayo, de Guerrero Galván, de Julio Castellanos o de Rodríguez Lozano, salvo en cierta atmósfera común, esa música del tiempo, que llamaba Gauguin, cuando hablaba de sus lazos con pintores contemporáneos, absolutamente diferentes en sus intenciones, sus temas y sus procedimientos técnicos y con quienes sin embargo establecía una conexión subterránea. Eran retratos de sus hermanas, de vecinos y un autorretrato. En el retrato de su hermana Martha, los pianos de una mesa se contraponen con la figura humana como dos masas de color que convergen en un ángulo. La posición inclinada de una manera extraña del rostro hace posible combinaciones geométricas con los otros objetos del cuadro, una botella y un libro. Sin ser consciente de ello, su preocupación fundamental era ya la composición, es decir, la distribución de los espacios para producir un efecto determinado.Aún ahora persiste esa preocupación. Todo detalle en un cuadro debe componer. Ya en aquella época parecería que al mismo tiempo que desea pintar a una persona o un objeto lo subordina a las distintas posibilidades que puede permitir la dimensión de la tela, la posición de las masas en esa superficie y la disposición de los colores.

El Juan Soriano imberbe que en 1934 mostró sus obras en Guadalajara, no era meramente un embrión de artista, sino un creador de cuadros con un sello individual, destinado a cubrir otros espacios plásticos, a encontrar una notable armonía entre el clasicismo y la experimentación, la libertad y el canon, la vanguardia y la tradición. Un artista tocado por la levedad y la gracia pero también por la intensidad de emoción. Es un heredero de la caldera fáustica; en la suya cabe todo: el mito y la realidad a secas, lo cotidiano y lo universal, lo lejano y lo que está a la mano. Lo único que no admite es lo pomposo, lo hueco, lo falso.
La obra de Soriano se sostiene por una constante elaboración de su intuición a la que ha convertido en un sistema de conocimiento y de creación. En todos los periodos ha estado presente la educación de su mirada. Su autentica escuela ha sido la curiosidad y el interés por la cultura. Guadalajara es la fuente inicial a la que recurre siempre, ese lugar de su niñez y adolescencia, el de las primeras obras, la marca de fuego, el seno materno. Al abandonarla rompió el cordón umbilical, y se proporciono una educación a su manera. En una ocasión declaro: “Yo no creo que se pueda enseñar. Cuando daba clases les aconsejaba a mis alumnos que no vinieran al salón, que pintaran en sus casas, que leyeran, viajaran, asistieran a los museos, las iglesias, las hermosas calles de México. La educación de un pintor o un escritor la da el ver obras perfectas legadas por el pasado, en las que podrá encontrar muchas resonancias.”

 
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Juan Soriano | 2004