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TEXTOS


TERESA DEL CONDE.

JUAN SORIANO EN PERSPECTIVA.

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La primera persona que intuyó las dotes poéticas de Juan Soriano fue Alfonso Michel. Al ver unos cuadros suyos —hechos cuando el muchacho tenía ocho o diez años— le dijo: “Tu vas a ser pintor.” Esto forma parte de la leyenda del artista, es decir del contexto sui generis que parece envolver la infancia de todos los individuos creadores, tal y como ellos lo ven desde su situación actual. Si pudiésemos examinar una por una las biografías tempranas de quienes han llegado a destacar en el campo de las artes o de las letras, encontraríamos posiblemente una constante: desde época temprana en sus vidas les fue anunciado que poseían dotes especiales y que llegarían a desenvolverlas en la consecución de una meta que se presenta tan predeterminada como lo es el destino. Leyenda o no, lo cierto es que Soriano no olvido las palabras de Michel, como tampoco olvido la “escenografía” en la que se produjo el vaticinio: Un recinto cerrado en una vieja casa de Guadalajara en la que -simultáneamente a sus dibujos y acuarelas- él realizaba sus primeras producciones teatrales, montadas para un teatro de títeres cuyo director, productor y a la vez único espectador era él mismo. Ya por entonces su mente empezaba a poblarse de seres que para el joven llegaron a cobrar realidad: los personajes de la Iliada, que por necesidad contrastaban su claridad mediterránea -gozosa o dramática, pero siempre soleada- con el mundo de Cristos sangrientos, de ex-votos poblados de imágenes insólitas, de arcángeles con espadas flameantes, de papel de china multicolor, de querubines con alas de cartón y telones de manta de cielo tapizados de estrellas en el que transcurrieron los primeros años de su vida. El mundo de su niñez, en el que convergieron situaciones en las que lo arbitrario iba de la mano con lo insólito, formó un sustrato del que Juan Soriano jamás ha podido prescindir. Aquel mundo de su niñez, al que nunca quiso regresar, retorna una y otra vez a sus obras investido de disfraces que no alcanzan a ocultar su proveniencia.
A los catorce años de edad, Soriano era niño prodigio y enfant terrible. Lo rodeaba una cierta estela que reafirmo sus dotes y que inicio desde entonces su prestigio. Cuando tenía dieciséis años ya había presentado en Guadalajara su primera muestra individual. Así que al llegar a México poco después, no era un total desconocido. Empezó a recibir encargos y produjo durante su primera fase de vida de pintor muchos paisajes y también retratos de personas que pertenecían a la élite cultural del momento: Xavier Villaurrutia, Gabriel Orendain, Rafael Solana, Luis G. Basurto. Se encontraba “empapado de ungüentos de optimismo y era legítimo dueño del mas desarmante desinterés que pueda uno concebir”, dijo en una ocasión Jorge Juan Crespo de la Serna a propósito de una de las primeras exposiciones que presento con Inés Amor. Ya antes había expuesto en la LEAR, pero a decir verdad hay que reconocer que Inés capto de maravilla en Juan ese modo privilegiado de ver y de decir las cosas que constituye la esencia de la visión poética.

¿Cómo eran sus pinturas por estos años? Formalmente se amalgamaban a los modos de expresión de la Escuela Mexicana. Ecos de Rodríguez Lozano, de Jesús Guerrero Galván, coincidencias con Agustín Lazo, con Julio Castellanos, algún dejo de Federico Cantú, reminiscencias de los retablos populares del siglo XIX. Pintura siempre legible y al mismo tiempo extrañamente problemática. Los retratos, que llego a realizar en un número considerable (y que sigue realizando) eran disparaderos que atraían nuevos modelos: pinto a Maria Asúnsolo dos veces, a Elena Garro otras tantas, a Arturo Pani, a Lola Álvarez Bravo, a Carmen Barreda, a la niña Cibeles Henestrosa, a no pocos norteamericanos que frecuentaban como coleccionistas la Galería de Arte Mexicano, única que por esos años constituía un ámbito en el que se podía apreciar lo que estaba ocurriendo en México en materia de arte. Al parejo con los retratos, pintaba muchos cuadros en los que aparecían niños y niñas ¡muchas niñas! Unos y otras aparecen en Pinta también arcángeles barrocos que entran en contubernio con las multitudes: procesiones, paisajes que sirven de escenario a algún hecho “sobrenatural” presentado con el mayor desparpajo del mundo.

Complacido de su apariencia, se hace varios autorretratos que van registrando su sentir sobre sí mismo a lo largo de ese tiempo. El de 1934 esta realizado con tal economía de trazos y es tan contundente en cuanto a línea que en algo recuerda a Matisse. Resulta extrapolado del autorretrato prototípico propio de esos años de auge de la Escuela Mexicana. Otros se insertan en ella, como el que se hizo mirando de reojo, con un pincel entre las manos -muy estilizadas y magnificadas-, unas manos poderosas que tienen carácter de metáfora y que no corresponden con su realidad física; o como aquel otro, muy luminoso, en el que el personaje se asoma desde el interior de una ventana formada por los limites mismos de la tela, eco de retratos italianos y flamencos que sitúan al modelo dentro y fuera del piano marcado por la superficie de la tela mediante un recurso ilusionista que e remonta a los griegos. Las incursiones en lo fantástico siempre han sido muy frecuentes, pero no se perciben como propositivas, forman parte de una idiosincrasia que no hace distinción entre lo diurno y lo nocturno, lo permitido y lo prohibido, lo que sucede en el terreno de los hechos y lo que sucede con la misma realidad, pero en el espacio de la imaginación, en el de las letras, o en el de los mitos. Ciertos temas bíblicos son tomados como pretexto para dar cauce a un erotismo teñido de muerte, o al menos de pesimismo. Uno de esos cuadros se vale del episodio de las hijas de Lot, otro es un calvario tradicional que toma las características de una escena rural, une) mas es una crucifixión atípica en la que el centurión ha sido sustituido por un efebo alado, en otro los “inocentes” ejecutados por orden de Herodes no son tales: son niños púberes perseguidos por adolescentes alados que los pican sin penetrarlos con sus largas espadas mientras las madres asumen actitudes teatrales. Son cuadros religiosos en el sentido de religare, apartados de toda intención de transmitir dogmas o anécdotas morales y destinados a hacer vivir contenidos acunados hace siglos a través de asociaciones ambiguas, motivadas por complejas constelaciones de sentimientos que aparejan la ternura y la venganza, el amor y la agresión, la sátira y el respeto.


 
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Juan Soriano | 2004